Algunas noches acostada en mi
cama, con los ojos cerrados y a punto de quedarme dormida, juraría con todas
mis fuerzas que aun existe el gabinete. Por un momento tengo la absoluta
certeza de que, si me levanto y camino por el pasillo, seguirá allí, con su
suelo rojo, sus dos mesas y sus libros en las paredes.
Pienso también que el frigorífico
continúa plantado en la entrada junto a la puerta, que El beso de Klimt está sobre
la cama y que aún hay tres agujeros mal tapados en la pared del salón. Incluso,
si me concentro bien, puedo sentir los pasos de un gato negro sobre el armario,
a punto de lanzarse sobre mí para despertarme. Puedo ver y notar todo eso como
si lo tuviera delante de mis ojos.
Pero no. No ha quedado nada. El gabinete
y todo lo demás han desaparecido ya. Miro a mi alrededor despacio, buscando algo
que me confirme que todo aquello existió algún día. Una señal que me diga que no
está solo en mi imaginación. ¿Acaso es capaz la mente de hacer desaparecer
periodos completos de una vida?
Y justo cuando estoy a punto de
rendirme, de aceptar que lo he soñado todo, que nunca hubo gato negro, ni
agujeros en la pared, ni nada, aparece mi señal. Ahí está. Sobre mi mesa. Olvidado
detrás de un calendario y de un bote de lápices: el pequeño corazón de cristal
de Malta. Sigue ahí, donde ha estado siempre, como si nada.
Lo cojo y de repente, como por
arte de magia, aparece todo otra vez. El gato, el gabinete, el frigorífico, los
agujeros, incluso muchas otras cosas que había olvidado por completo. Una hucha
con forma de cerdo, una bala en una caja, una guitarra en un rincón.