Tomamos la autopista A-20 hacia Limoges. A. recoge el ticket del peaje y me lo da. Con el papelito en la mano, pienso en lo que pasaría si se perdiera. No podríamos pagar el importe al dejar la carretera y la barrera roja no se abriría. Ningún trabajador podría ayudarnos porque ahora todos los puestos son automáticos, los otros coches pitarían enfadados y nosotros permanecíamos atrapados en esa autopista del sur de Francia para siempre. Está claro que perder ese trozo de papel sería el fin del mundo.
Así que mientras A. conduce tranquilo, yo intento encontrar el mejor lugar para guardarlo. Todos los compartimentos me parecen peligrosos. La guantera está llena de papeles y tardaríamos siglos en recuperarlo. Y en mi bolso el caos es aún mayor. Por fin doy con el sitio perfecto: el quitasol. Bajo la pestaña del espejo que hay dentro, es imposible que se pierda. Lo dejo allí, contenta por ser una copiloto tan aplicada, y aprovecho para pintarme los labios.
Cincuenta y siete kilómetros más tarde, un letrero anuncia el fin de la autopista. “Dame el ticket”, dice A. Orgullosa, abro el quitasol y a continuación la pestaña. No está. El ticket ha desaparecido. Veo mi cara de pánico reflejada en el espejo. “No está. Lo he guardado aquí, pero ahora no lo encuentro”, digo confundida y aterrada, mientras imagino a los gendarmes al encontrar nuestros esqueletos dentro de veinte años.
Después de una escena de caos, con el coche parado en el arcén y buscando por todos los rincones, el ticket sigue sin aparecer. Avanzamos hacia los puestos de peaje. Por suerte, en uno de ellos hay un ser humano. Después de explicar que hemos perdido el ticket, nos dejan pasar. Eso sí, previo pago del recorrido completo de la autopista. Lo que supone el triple de lo previsto.
Oh, la libertad, qué felicidad. Pero la cara de A. no parece muy alegre. Seguramente él hubiera preferido vagar toda la eternidad entre coches y camiones antes que pagar un euro más. Por lo visto soy una copiloto malísima e irresponsable. El pequeño compartimento que hay debajo de la radio, a salvo de peligros externos, era el lugar perfecto para guardar el ticket, y no el quitasol. “¿Cómo se te ocurre guardarlo ahí?”.
Estoy tan disgustada que incluso lloro un poco. Y lo peor de todo es que dos horas después, cuando me voy a pintar los labios de nuevo, abro la pestaña del espejo y… ¡ahí está! En el mismo sitio donde lo dejé. El maldito ticket se había colado entre el espejo y el cuero del quitasol y ahora ha vuelto a salir para reírse de mí. A. suspira, recoge el siguiente ticket, se lo guarda en el bolsillo y sigue conduciendo.