lunes, 27 de diciembre de 2010

Notas para hacer de mi vida sin ti algo habitable II

Hace varios años yo dije: si un día me dejas, saldré corriendo bajo la lluvia detrás de ti y te haré volver.

Hace varios años añadí: si un día te dejo, sal corriendo bajo la lluvia detrás de mí, agárrame de las muñecas y bésame. Yo volveré.

Hace unos días dije: me voy.

Nadie salió corriendo. Y en la calle no llovía.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Yo te estaré esperando



"Al final te estaré esperando.

Allí donde acaba este trago amargo.

Al final te estaré esperando.

Y me dirás si me he perdido algo.

Perdón por todo el daño causado.
Por el cariño que no merecí.
Sé que no supe dar mucho a cambio.
Pero prometo esperarte en el fin.

Y hablaremos del cielo y del barro.
Y nos cabrá el mundo en una mano.
Y al final yo estaré esperando."


Por favor, entiende que algo no funciona en mí muy bien

viernes, 10 de diciembre de 2010

Notas para hacer de mi vida sin ti algo habitable I

Barcelona llora amargamente. Y Madrid duda al borde del precipicio, con una pistola en el bolsillo, si disparar o lanzarse al abismo.

A medio camino entre los dos, Praga se pregunta quien llegará ahora en tren a la estación. San Francisco se queda sin abrazos en el Hotel California. Toledo reclama una explicación desde la Plaza de la Catedral. Y Francia suplica de rodillas más viajes por sus carreteras.

Y mientras todos gritan, yo me rompo cuando tengo que admitir que tanto dolor me inspira.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Miedo

Las ventanas me dan miedo. Algunas veces creo que voy a correr hacia una de ellas, abrirla y precipitarme al vacío inevitablemente

miércoles, 25 de agosto de 2010

La vieja de la Cuesta Moyano

Hay en Madrid una vieja cascarrabias que merece que alguien (aunque sea yo) escriba sobre ella. Se trata de la dueña de una de las casetas de la Cuesta de Moyano, en las que se venden libros antiguos y de segunda mano. Tiene el pelo corto y gris, falda gris y mirada de pocos amigos, también gris. Debe de rondar los 70 años y, a pesar de que tendría que estar ya jubilada, cada mañana abre su puesto junto al Jardín Botánico para tratar de vender algún libro viejo. Sin embargo, cualquiera que pase a su lado comprenderá en pocos segundos que la verdadera labor de aquella mujer no es la de vender sino la de espantar a los posibles clientes.

La sucesión de los hechos es siempre la misma. Una persona pasea tranquilamente por la Cuesta Moyano. Está feliz de que sea un sábado tan soleado y de que Madrid guarde todavía rincones como este. Con esa idea de que no todo es tan malo en la ciudad dando vueltas en su cabeza, camina distraída mirando el género de las casetas. A mitad de la cuesta llega a un puesto regentado por una vieja. Nuestro paseante piensa: pobre mujer, tan mayor y aquí sola vendiendo. Si algo me gusta, se lo compraré. Y en ese momento, cuando la persona se acerca para hojear algún libro, nuestra vieja se lanza enérgicamente hacía ella, le arranca el ejemplar de las manos y dice, casi a voz en grito: “¡Si no va comprar nada, váyase! ¿No ve que estoy recogiendo?”. Y continúa mascullando sola, mientras su comprador se aleja confundido, “revolver, revolver, es lo único que saben hacer”.

Por supuesto, su excusa de recoger el puesto es falsa. No está haciendo nada. No ordena, ni almacena, ni tiene intención de cerrar por hoy su caseta. Solo está esperando a que otra víctima se acerque, para volver a saltar sobre ella como una araña en su tela y regañarla por no comprar nada y desordenarlo todo.

La primera vez que la vi me enfadé mucho. Yo misma estaba a punto de comprarle un libro de Capote cuando, de un empujón y sin mirarme a los ojos, me gruñó que me fuera de allí. No quise discutir con una anciana pero me quedé con las ganas de decirle que acaba de perder una venta. Qué ingenua. A los pocos segundos, ocurrió lo mismo con una pareja mayor. Y después, con un hombre joven. Rápidamente me di cuenta: aquella vieja solitaria no quería vender libros. Su único objetivo era poder discutir con alguien. Necesitaba a la gente para poder descargar su mal humor.

Desde entonces, algunos domingos, voy a la Cuesta Moyano y me siento en un banco frente al puesto de la vieja cascarrabias para observar divertida como ahuyenta a sus propios clientes. Para ver como, a regañadientes, tiene que formar parte de la sociedad a la que odia y sin la que no puede vivir.

martes, 20 de julio de 2010

Martichollo

Con los Martichollos ocurre lo mismo que con las borracheras muy gordas, juras y perjuras que será la última, pero siempre vuelves a caer. Hace unos días fui a uno que se las prometía muy bueno. Vaqueros Levi’s a 20 euros. Tengo que ir, tengo que ir. Hasta mi madre pensó que merecía la pena. Así que fuimos las dos. Después de estudiar cuidadosamente el callejero (el outlet en cuestión estaba en un polígono industrial de San Fernando de Henares), llegamos al lugar indicado: una nave escondida en un callejón sin salida que era una mezcla entre el más cutre de los bares poligoneros de Alcorcón y la más peligrosa de las calles de Brooklyn.

En la puerta, junto a restos de basura y una caca de perro aplastada, hacían cola varias personas. Pero lo peor estaba por llegar. Una vez dentro, el caos y la anarquía se apoderaron de nosotras. “Tú miras por esos dos expositores de allí y yo, por estos dos. Cuando tengamos material suficiente, nos encontramos en este punto central. Sincronicemos relojes”. Cuando tenía media docena de prendas bajo el bajo, me di cuenta. No había probadores. Y todo el mundo sabe que no te puedes comprar unos pantalones sin probártelos en un sitio donde no te devuelven el dinero.

De repente vi que a mi izquierda había un hombre en calzoncillos probándose unas bermudas y al fondo, una chica en bañador poniéndose unos vaqueros. Lo vi claro. Recé para no encontrarme con nadie conocido en aquel lugar y blasfemé por llevar unas bragas feas con compresa de alas incluida. Respiré profundamente y me bajé los pantalones.

Allí en medio, delante de decenas de desconocidos me quedé medio desnuda y me probé casi veinte vaqueros, hasta dar con dos modelos que me gustaban y me valían. Con los dos vaqueros bajo el brazo y una sonrisa en la cara, me fui de aquel lugar pulgoso pensando en si merecía la pena hacer el ridículo de aquella manera con tal de conseguir un par de Levi’s auténticos de temporada al 80 por ciento.

Ya en casa, frente al espejo y con uno de los pantalones puestos supe la respuesta. ¿Dos Levi’s en mi armario por 40 euros? ¡Por supuesto que merece la pena!

martes, 13 de julio de 2010

Mallorca

Recuerdo las caminatas hasta el Moro para bañarnos desnudas, con la toalla al hombro y las sandalias de agua.

Recuerdo las esperas en la Cuesta, con la digestión a medio hacer.

Me acuerdo también de los helados en la terraza del hotel President, viendo a los alemanes tostándose al sol.

Y de los cangrejos cazados en el espigón. Y de cómo nos colábamos en la piscina de los apartamentos Aucanada para ligar con los turistas. Y de los ensayos de la gala CIGEF.

Recuerdo las púas de los erizos de mar clavadas en mi pie durante todo el verano.

Recuerdo los atardeceres en el pinar de enfrente de mi casa. Y del suave ruido del mar golpeando las rocas mientras planeábamos como sería la huida. Y de las horas perdidas...

Me acuerdo mucho del Faro. Ese faro encantado que vivía en una isla. Y que era la isla adonde queríamos huir.

Y de esos tiempos que ya no volverán.

Pero sobre todo, sobre todo me acuerdo de ti.

viernes, 2 de julio de 2010

Oda a Barcelona

Nadie sabe lo que daría por volver a estar sentada en el suelo de la Plaza del Sol. Con 19 años y aquellos pantalones cortísimos puestos. Sujetando un porro de marihuana con la mano derecha y con la cabeza echada hacia atrás. Riendo.


Aquella semana yo tuve Barcelona a mis pies. Y fui consciente de eso. Creo firmemente que el Arco del Triunfo fue levantado durante aquellos días para mí. Y que la Rambla de las Flores, el Paseo de Gracia o el Barrio Gótico fueron diseñados y construidos para que yo paseara por ellos, esas tardes de finales de junio.

Hizo tanto calor y yo estaba tan segura de mi misma que podía ir semidesnuda por la calle durante todo el día. Enseñando pierna y escote. Sin que me importara nada en absoluto lo que pensaran los demás. Allí no me conocía nadie.

Recorrí sus calles como un animal salvaje. Hice una mudanza, volé en ventilador, fui a una despedida de soltero, salí con lo puesto, comí burritos, estrené una casa, tiré petardos. Ardí en la hoguera de San Joan. Nadie sabe lo que daría por volver. Menos mal que lo tengo grabado a fuego en mi memoria y en mi piel.

sábado, 26 de junio de 2010

El anillo vibrador

Dos amigas paseando por la Gran Vía:

_ ¿Has probado ya el anillo vibrador?
_ Sí. Y la verdad es que no sentí nada nuevo.
_ Lo mismo me pasó a mí. Con ese ruido no había quien se concentrase.
_ Creo que no funcionó bien porque no lo hicimos en la postura correcta.
_ ¿Con él encima?
_ Según me han dicho es la chica la que tiene que estar arriba. Así la estimulación la controlas tú. Tiene sentido, ¿no?
_ ¡Claro que tiene sentido! Tantos años viendo Sexo en Nueva York, y todavía no sabemos cómo se usa un anillo vibrador…
_ Deberían enseñarlo en la facultad.
_ Ocho euros tirados a la basura. Con ese dinero me compro una camiseta y disfruto más.
_ Mucho más.

Moraleja: si usas un anillo vibrador, ella encima y él abajo. Aunque si tienes dudas entre comprar el anillo y una camiseta, no lo dudes. Cómprate la camiseta.

miércoles, 23 de junio de 2010

Abrazo en el hotel California

No llevaba ni cinco minutos en la habitación número 23 cuando el móvil sonó. La melodía de Lou Reed se escuchó unos segundos y se cortó. Ahí estaba. Era la señal de que él la esperaba en el lobby del hotel. Tres meses y un Madrid – San Francisco con escala incluida después, solo les separaban unos cuantos metros en ascensor.

No esperaba que llegara tan pronto. Pensó que tendría tiempo de lavarse la cara, peinarse y ponerse unas bragas limpias antes de que él viniera. Pero, ¿qué importaba? De un salto cogió la llave que estaba sobre la televisión y salió corriendo por el pasillo. El ascensor estaba ocupado pero, como su paciencia no le permitía esperar ni un segundo más, bajó por las escaleras. Corriendo, volando, saltando de dos en dos los escalones enmoquetados por los que varias veces estuvo a punto de caer rodando. Aquellas escaleras interminables bajaban al cielo.

Por fin, con la respiración entrecortada y el corazón latiendo intensamente, superó el último tramo de las escaleras y cayó en la recepción. Y allí estaba él. De pie, con su cazadora azul y sus manos en los bolsillos. Se miraron durante el tiempo que se tarda en superar los dos metros y medio de aire que había entre ellos. Medio segundo después se abrazaron.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Se llevan las flores

La temporada pasada ya se empezaron a asomar tímidamente a los armarios de medio mundo. Pero ha sido esta primavera cuando las flores, y con ellas el estilo girly, se han consagrado como la tendencia it para el buen tiempo. Y el campestre desfile de Chanel ha tenido gran parte de culpa. Tejidos ligeros, estampados repletos de florecitas, románticos vestidos vaporosos, sombreros de paja, bolsos de rafia. Todo muy bucólico y muy de recolectar lavanda en una granja provenzal.

Y todo este universo de flores y paja trae consigo dos buenas noticias. La primera es que, como el año pasado ya empezó a “florecer” esta tendencia, yo recuperaré unas bailarinas de tela con estampado liberty y una camisa romántica, tambien de forecitas, del verano pasado. Así que mis satélites pueden estar tranquilos porque no tendré que invertir muchos euros en adaptar mi armario al look del verano.

La segunda buena noticia es que en moda no basta con lucir el look, también hay que llevar el modo de vida que propone el estilo en cuestión. De esta manera, si te decides por un outfit náutico, lo ideal es poder ir al puerto, navegar en velero y fondear en una cala desierta. Algo al alcance de no muchos, menos aún si vives en Madrid. Sin embargo, el look girly te permite opciones más económicas y saludables.

El caso es que gracias a Chanel, solo pienso en que llegue el fin de semana para escapar a la sierra y poder estudiar las flores, pasear por el campo, montar en bici y merendar junto a un arroyo. Así que sin arruinarme en exclusivas prendas de las grandes firmas, este verano podré vivir como nadie el verdadero estilo campestre que propone la maison francesa. ¡Y encima me pondré en forma!

viernes, 7 de mayo de 2010

Los Monegros

Campo yermo, encinas, encinas, tierra roja, piedras, la Velvet en la radio, molino de viento, molino de viento, molino de viento, molino de viento, cien molinos de viento, asfalto, polígono industrial, Zaragoza, coches, obras en la autovía, atasco, calor, toro de Osborne, pueblo con castillo de piedra, tierra roja, campo sin labrar, campo sin labrar, carretera nacional, camiones, camiones, camiones, cielo azul, calor, audi adelantando a un camión, tierras secas, liebre, gasolinera, sol intenso, gafas de sol, tierra roja, monte rojo, pueblo fantasma, campo seco, polígono industrial, polígono industrial, granja maloliente, campo, campo, Lérida.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La chimenea

El fuego naranja, amarillo y azul devoraba los tres troncos de roble. Bailaba sobre la madera enfurecido, enmarañado y rabioso. Centelleaba dentro de la chimenea, como demostrando que si no fuera por las tres paredes de piedra que lo encerraban, saldría para engullir el salón, la casa, el pueblo, el campo. Las llamas chispeaban rápidas y nerviosas. Eran transparentes y suaves, no parecían peligrosas.

El gato negro las miraba hipnotizado. Sentado sobre sus patas traseras, atento y concentrado, seguía el baile de las llamas que se reflejaban en sus enormes ojos amarillos. Cada vez que una pavesa saltaba fuera de la chimenea, el gato la cazaba como si fuera una mosca. Se abalanzaba sobre ella y la olía, hasta que estornudaba. Entonces volvía a sentarse, a esperar a que saltara otra. Y así podían pasar las horas.

Con el fuego rojo dentro y el gato negro fuera, la chimenea parecía la boca del mismísimo infierno. Y sin embargo, no había nada más agradable en el mundo que sentarse en el sillón a mirar al gato mirar la chimenea. Con un poco de suerte, en algún momento se aburriría de oler trocitos de ceniza y se subiría para acurrucarse. Y así poder observar directamente el fuego naranja, amarillo y azul devorando los tres troncos de roble.

martes, 4 de mayo de 2010

El peaje

Tomamos la autopista A-20 hacia Limoges. A. recoge el ticket del peaje y me lo da. Con el papelito en la mano, pienso en lo que pasaría si se perdiera. No podríamos pagar el importe al dejar la carretera y la barrera roja no se abriría. Ningún trabajador podría ayudarnos porque ahora todos los puestos son automáticos, los otros coches pitarían enfadados y nosotros permanecíamos atrapados en esa autopista del sur de Francia para siempre. Está claro que perder ese trozo de papel sería el fin del mundo.

Así que mientras A. conduce tranquilo, yo intento encontrar el mejor lugar para guardarlo. Todos los compartimentos me parecen peligrosos. La guantera está llena de papeles y tardaríamos siglos en recuperarlo. Y en mi bolso el caos es aún mayor. Por fin doy con el sitio perfecto: el quitasol. Bajo la pestaña del espejo que hay dentro, es imposible que se pierda. Lo dejo allí, contenta por ser una copiloto tan aplicada, y aprovecho para pintarme los labios.

Cincuenta y siete kilómetros más tarde, un letrero anuncia el fin de la autopista. “Dame el ticket”, dice A. Orgullosa, abro el quitasol y a continuación la pestaña. No está. El ticket ha desaparecido. Veo mi cara de pánico reflejada en el espejo. “No está. Lo he guardado aquí, pero ahora no lo encuentro”, digo confundida y aterrada, mientras imagino a los gendarmes al encontrar nuestros esqueletos dentro de veinte años.

Después de una escena de caos, con el coche parado en el arcén y buscando por todos los rincones, el ticket sigue sin aparecer. Avanzamos hacia los puestos de peaje. Por suerte, en uno de ellos hay un ser humano. Después de explicar que hemos perdido el ticket, nos dejan pasar. Eso sí, previo pago del recorrido completo de la autopista. Lo que supone el triple de lo previsto.

Oh, la libertad, qué felicidad. Pero la cara de A. no parece muy alegre. Seguramente él hubiera preferido vagar toda la eternidad entre coches y camiones antes que pagar un euro más. Por lo visto soy una copiloto malísima e irresponsable. El pequeño compartimento que hay debajo de la radio, a salvo de peligros externos, era el lugar perfecto para guardar el ticket, y no el quitasol. “¿Cómo se te ocurre guardarlo ahí?”.

Estoy tan disgustada que incluso lloro un poco. Y lo peor de todo es que dos horas después, cuando me voy a pintar los labios de nuevo, abro la pestaña del espejo y… ¡ahí está! En el mismo sitio donde lo dejé. El maldito ticket se había colado entre el espejo y el cuero del quitasol y ahora ha vuelto a salir para reírse de mí. A. suspira, recoge el siguiente ticket, se lo guarda en el bolsillo y sigue conduciendo.

La cesta light

Repasó su lista de la compra de abril. Solo le faltaban por coger las barritas. Eligió unas con fibra, pasas y 75 calorías cada una. Las echó en la cesta y fue con decisión hacia las cajas para pagar. Mientras colocaba en la cinta mecánica las naranjas, los kiwis, los cereales integrales, los yogures desnatados, la lechuga, los tomates, la pechuga de pavo en lonchas, el queso light y las barritas, notó los ojos de la cajera mirándola con curiosidad.

Se trataba de la misma chica de la sombra verde, las pulseras doradas y el chicle de sandía que la semana pasada (y la anterior) le había cobrado dos flanes, nata para cocinar, bacon, un paquete de espaguetis y una bolsa de doritos. Su intención de ponerse a dieta (con la esperanza de perder 4 kilos en los siete primeros días y volver a sus espaguetis a la carbonara) era buena, pero ante aquella mirada acusadora fue imposible no avergonzarse. Seguramente Pulseras Doradas, con sus 47 kilos de peso y su metabolismo acelerado, no necesitara cuidar lo que comía, pero ella, como cada primavera, sí. Así que decidió pasar por una caja distinta la próxima vez que fuera al súper y continuó dejando alimentos insípidos sobre la cinta.

Cuando pagaba, se fijó en el chico que iba detrás de ella en la fila. No parecía que le sobraran kilos, pero también sacaba de su cesta yogures desnatados, fruta y barritas de cereales. Entonces dio con la solución para no tener que volver enfrentarse nunca más con ninguna otra Pulseras Doradas: encontrar un novio que hiciera la compra por ella.