Hay en Madrid una vieja cascarrabias que merece que alguien (aunque sea yo) escriba sobre ella. Se trata de la dueña de una de las casetas de la Cuesta de Moyano, en las que se venden libros antiguos y de segunda mano. Tiene el pelo corto y gris, falda gris y mirada de pocos amigos, también gris. Debe de rondar los 70 años y, a pesar de que tendría que estar ya jubilada, cada mañana abre su puesto junto al Jardín Botánico para tratar de vender algún libro viejo. Sin embargo, cualquiera que pase a su lado comprenderá en pocos segundos que la verdadera labor de aquella mujer no es la de vender sino la de espantar a los posibles clientes.
La sucesión de los hechos es siempre la misma. Una persona pasea tranquilamente por la Cuesta Moyano. Está feliz de que sea un sábado tan soleado y de que Madrid guarde todavía rincones como este. Con esa idea de que no todo es tan malo en la ciudad dando vueltas en su cabeza, camina distraída mirando el género de las casetas. A mitad de la cuesta llega a un puesto regentado por una vieja. Nuestro paseante piensa: pobre mujer, tan mayor y aquí sola vendiendo. Si algo me gusta, se lo compraré. Y en ese momento, cuando la persona se acerca para hojear algún libro, nuestra vieja se lanza enérgicamente hacía ella, le arranca el ejemplar de las manos y dice, casi a voz en grito: “¡Si no va comprar nada, váyase! ¿No ve que estoy recogiendo?”. Y continúa mascullando sola, mientras su comprador se aleja confundido, “revolver, revolver, es lo único que saben hacer”.
Por supuesto, su excusa de recoger el puesto es falsa. No está haciendo nada. No ordena, ni almacena, ni tiene intención de cerrar por hoy su caseta. Solo está esperando a que otra víctima se acerque, para volver a saltar sobre ella como una araña en su tela y regañarla por no comprar nada y desordenarlo todo.
La primera vez que la vi me enfadé mucho. Yo misma estaba a punto de comprarle un libro de Capote cuando, de un empujón y sin mirarme a los ojos, me gruñó que me fuera de allí. No quise discutir con una anciana pero me quedé con las ganas de decirle que acaba de perder una venta. Qué ingenua. A los pocos segundos, ocurrió lo mismo con una pareja mayor. Y después, con un hombre joven. Rápidamente me di cuenta: aquella vieja solitaria no quería vender libros. Su único objetivo era poder discutir con alguien. Necesitaba a la gente para poder descargar su mal humor.
Desde entonces, algunos domingos, voy a la Cuesta Moyano y me siento en un banco frente al puesto de la vieja cascarrabias para observar divertida como ahuyenta a sus propios clientes. Para ver como, a regañadientes, tiene que formar parte de la sociedad a la que odia y sin la que no puede vivir.
La sucesión de los hechos es siempre la misma. Una persona pasea tranquilamente por la Cuesta Moyano. Está feliz de que sea un sábado tan soleado y de que Madrid guarde todavía rincones como este. Con esa idea de que no todo es tan malo en la ciudad dando vueltas en su cabeza, camina distraída mirando el género de las casetas. A mitad de la cuesta llega a un puesto regentado por una vieja. Nuestro paseante piensa: pobre mujer, tan mayor y aquí sola vendiendo. Si algo me gusta, se lo compraré. Y en ese momento, cuando la persona se acerca para hojear algún libro, nuestra vieja se lanza enérgicamente hacía ella, le arranca el ejemplar de las manos y dice, casi a voz en grito: “¡Si no va comprar nada, váyase! ¿No ve que estoy recogiendo?”. Y continúa mascullando sola, mientras su comprador se aleja confundido, “revolver, revolver, es lo único que saben hacer”.
Por supuesto, su excusa de recoger el puesto es falsa. No está haciendo nada. No ordena, ni almacena, ni tiene intención de cerrar por hoy su caseta. Solo está esperando a que otra víctima se acerque, para volver a saltar sobre ella como una araña en su tela y regañarla por no comprar nada y desordenarlo todo.
La primera vez que la vi me enfadé mucho. Yo misma estaba a punto de comprarle un libro de Capote cuando, de un empujón y sin mirarme a los ojos, me gruñó que me fuera de allí. No quise discutir con una anciana pero me quedé con las ganas de decirle que acaba de perder una venta. Qué ingenua. A los pocos segundos, ocurrió lo mismo con una pareja mayor. Y después, con un hombre joven. Rápidamente me di cuenta: aquella vieja solitaria no quería vender libros. Su único objetivo era poder discutir con alguien. Necesitaba a la gente para poder descargar su mal humor.
Desde entonces, algunos domingos, voy a la Cuesta Moyano y me siento en un banco frente al puesto de la vieja cascarrabias para observar divertida como ahuyenta a sus propios clientes. Para ver como, a regañadientes, tiene que formar parte de la sociedad a la que odia y sin la que no puede vivir.