Hoy me he visto reflejada en el cristal de la puerta del vagón del metro en el que viajaba. Y no me he visto a mí. He visto a la niña de 10 años que hacía el trayecto Puente de Vallecas-Concha Espina para ir al colegio Nicolás Salmerón cada mañana.
Sin previo aviso, ante mí se ha aparecido una imagen de hace más de quince años, que creía olvidada. Sin embargo, en el reflejo se apreciaba clara y nítida.
La niña del cristal tenía la cabeza apoyada en la pared del vagón, con cara de aburrida, exactamente igual que yo. Pero no llevaba el pelo suelto como lo llevo ahora, sino una coleta despeinada. En lugar del portátil, a sus pies descansaba una mochilla llena de libros de texto. Y sus manos no sujetaban un teléfono móvil, sino Matilda abierto por la página 84 (...).
Sin previo aviso, ante mí se ha aparecido una imagen de hace más de quince años, que creía olvidada. Sin embargo, en el reflejo se apreciaba clara y nítida.
La niña del cristal tenía la cabeza apoyada en la pared del vagón, con cara de aburrida, exactamente igual que yo. Pero no llevaba el pelo suelto como lo llevo ahora, sino una coleta despeinada. En lugar del portátil, a sus pies descansaba una mochilla llena de libros de texto. Y sus manos no sujetaban un teléfono móvil, sino Matilda abierto por la página 84 (...).