El viernes pasado vio algo que le hizo sentir muy bien. Conducían hacia la sierra de Madrid, ya de noche. De pronto, al girar en una curva de la carretera, los faros alumbraron un erizo al que casi atropellaron. Pararon en la cuneta sin pensarlo y salieron corriendo dejando las puertas abiertas del coche para poder verlo de cerca. Después de haber leído tantos cuentos en los que el protagonista era un erizo, ver uno por primera vez era muy emocionante. De repente, cruzó otro en la misma dirección. ¡Era una pareja! Era una suerte poder admirar unos animales tan fascinantes en libertad y por partida doble.
Con esas patitas tan cortas, los erizos no pueden correr muy deprisa, pero uno de ellos consiguió escapar y esconderse detrás de un árbol, mientras ellos inspeccionaban a su compañero. El pobre erizo se quedó quietecito justo al borde de la carretera, asustado por sus gritos de “¡Mira, un erizo!” y de “¡Vamos a cogerlo, vamos a cogerlo!”. En el momento en el que ella se agachó para verlo de cerca, el erizo empezó a enrollarse sobre sí mismo hasta quedar convertido en una auténtica bolita en la que no se diferenciaban ni cara, ni patas, ni barriga. Solo púas.
Con ayuda de la chaqueta, lo cogieron y lo dejaron junto al otro erizo, para que pudieran seguir su camino. Volvieron al coche y les dejaron allí, preocupados por si volverían a cruzar la carretera y preguntándose qué demonios hace el ser humano en este mundo, fastidiando la vida a animales tan indefensos y maravillosos como estos.