Los portales iban pasando a mi izquierda mientras bajábamos la calle. Yo llevaba un impermeable rojo que mi tía Julia me había traído de París y mi madre me agarraba fuerte de la mano. Años después, Julia recordaría aquel impermeable con lágrimas en los ojos.
Por fin llegamos frente al número 6. En mi memoria, la puerta de aquel portal tiene barrotes negros de hierro forjado, pero ahora ya no es así. Atravesamos el estrecho pasillo y subimos la vieja escalera de piedra hasta el primer piso. Allí se abrió la puerta C, y mis abuelos y mi tía Julia nos abrazaron llorando al entrar. Yo estaba feliz. Volvíamos a Madrid para pasar la navidad.
El Muro de Berlín había caído hacía tan solo unos días, y mientras el mundo se reunificaba, nosotros buscábamos una nueva vida. Todo cambió a mi alrededor cuando, al terminar las vacaciones, seguíamos en casa de mis abuelos y a mí me compraron un uniforme gris para ir a mi nuevo colegio en Madrid.
Al preguntar cuándo nos íbamos a Mallorca con papá, la única respuesta que conseguía era un “todavía, no”. Meses después, comprendí que no volveríamos nunca. A partir de ese momento nuestra casa fue el pequeño piso de los dos balcones con vistas a la M-30.
Veinte años después, la nostalgia ha conseguido que pueda recordar aquellos años horribles de mi vida con ternura y sin dolor. Esa época sirvió para formar la persona que soy hoy, y que no hubiera llegado a ser nunca de haber crecido en la vida fácil de Mallorca. Incluso he vuelto a aquella casa del número 6, he vivido allí y he sido inmensamente feliz.
Pero cuando llegué por primera vez, no lo era. Lo he entendido ahora. Con cinco años yo era una niña triste. Lloraba mucho y no entendía por qué mi familia odiaba de repente a mi padre. No le volví a ver hasta tres meses después, cuando vino a verme a Madrid.
Por fin llegamos frente al número 6. En mi memoria, la puerta de aquel portal tiene barrotes negros de hierro forjado, pero ahora ya no es así. Atravesamos el estrecho pasillo y subimos la vieja escalera de piedra hasta el primer piso. Allí se abrió la puerta C, y mis abuelos y mi tía Julia nos abrazaron llorando al entrar. Yo estaba feliz. Volvíamos a Madrid para pasar la navidad.
El Muro de Berlín había caído hacía tan solo unos días, y mientras el mundo se reunificaba, nosotros buscábamos una nueva vida. Todo cambió a mi alrededor cuando, al terminar las vacaciones, seguíamos en casa de mis abuelos y a mí me compraron un uniforme gris para ir a mi nuevo colegio en Madrid.
Al preguntar cuándo nos íbamos a Mallorca con papá, la única respuesta que conseguía era un “todavía, no”. Meses después, comprendí que no volveríamos nunca. A partir de ese momento nuestra casa fue el pequeño piso de los dos balcones con vistas a la M-30.
Veinte años después, la nostalgia ha conseguido que pueda recordar aquellos años horribles de mi vida con ternura y sin dolor. Esa época sirvió para formar la persona que soy hoy, y que no hubiera llegado a ser nunca de haber crecido en la vida fácil de Mallorca. Incluso he vuelto a aquella casa del número 6, he vivido allí y he sido inmensamente feliz.
Pero cuando llegué por primera vez, no lo era. Lo he entendido ahora. Con cinco años yo era una niña triste. Lloraba mucho y no entendía por qué mi familia odiaba de repente a mi padre. No le volví a ver hasta tres meses después, cuando vino a verme a Madrid.