Anoche
recé.
Lo hice en voz alta, como solía hacerlo
cuando era pequeña y tenía miedo. Recité el Padrenuestro con los dedos entrelazados
y le pedí a Dios que cuidara de todas las personas a las que quiero.
Y después, de repente, reconocí por
primera vez ese deseo que tengo oculto durante meses por ser madre. Sin previo
aviso, lo admití por fin.
Y me asusté mucho. Así que volví a rezar.
Y al terminar el Padrenuestro, me tendí otra emboscada y, antes de que me diera
tiempo a pedir nada sensato, rogué quedarme embarazada cuanto antes. Mañana. Esta
noche. Hace dos semanas.
Ahora ya es real. Lo he reconocido por
fin. Acabo de convertir un pensamiento pasajero, que no terminaba de cobrar
forma, en un verdadero deseo.
Y me vuelvo a dar cuenta de que no es tan difícil reconocer en cada
momento qué es lo que quieres y qué lo que no quieres. Y gritar, “oye, que esto
no lo quiero” o, por el contrario, “eh, que sí quiero, que sí, que lo quiero”.
Y yo lo quiero. Lo quiero, lo quiero, lo
quiero. Dios, cómo lo quiero.