Principios de agosto. Voy paseando con
mi bici por las calles de Alameda. Hace una noche muy calurosa. Ni siquiera me
hace falta llevar puesta la chaqueta. Pedaleo despacio, disfrutando del dulce
olor a hierba y a paja que flota en el aire de la sierra. Está todo muy oscuro.
No hay luna y las estrellas brillan descaradas. Dejo la plaza del pueblo atrás
y me dirijo hacia las eras para ver mejor el cielo.
-¿Sabes qué es muy fácil encontrar en
una noche como esta?
-¿Qué?
-Uno de esos sapos aplastados. ¿Sabes de
qué hablo?
-No mucho.
-Un sapo chafado por algún coche. Seco y
lisito como una hoja de papel. Hace años que no veo uno.
Y nada más decir esto, en la esquina de
la calle de la Iglesia y camuflado por la sombra de una zarza, lo veo. Ahí
está, como el geniecillo que sale de la lámpara después de frotarla, esperando
durante años a que yo pronunciara esas palabras. Y no está aplastado. Ni
muerto. Está vivito y coleando.
Es del tamaño del puño de un hombre
adulto. De color gris verdoso. Y, no sé si es por la emoción pero, a mí me
parece un sapo precioso.
Me acerco con la bici y le doy un
golpecito suave con la rueda delantera. El sapo se mueve un poco. Da dos
pasitos torpes y se para. Le vuelvo a dar. Da otros dos pasos más. Me mira
indiferente con sus dos ojos enormes y negros.
-¿Por qué la gente tiene miedo a los
sapos? Si no muerden, ni hacen nada.
-Déjalo ya. Que te va a escupir.
-¡Qué va!
Le vuelvo a dar con la rueda. Esta vez
con más fuerza. Y, de pronto, el sapo se gira, da un paso hacia la bici y
escupe. Me quedo perpleja, viendo como se aleja calle arriba. Paso a paso. Sin
saltar. Moviendo el culo de lado a lado.
A la mañana siguiente, había un sapo
aplastado y reseco en el medio de la calle de la Iglesia. Y prometo que no fui
yo.