miércoles, 26 de mayo de 2010

Se llevan las flores

La temporada pasada ya se empezaron a asomar tímidamente a los armarios de medio mundo. Pero ha sido esta primavera cuando las flores, y con ellas el estilo girly, se han consagrado como la tendencia it para el buen tiempo. Y el campestre desfile de Chanel ha tenido gran parte de culpa. Tejidos ligeros, estampados repletos de florecitas, románticos vestidos vaporosos, sombreros de paja, bolsos de rafia. Todo muy bucólico y muy de recolectar lavanda en una granja provenzal.

Y todo este universo de flores y paja trae consigo dos buenas noticias. La primera es que, como el año pasado ya empezó a “florecer” esta tendencia, yo recuperaré unas bailarinas de tela con estampado liberty y una camisa romántica, tambien de forecitas, del verano pasado. Así que mis satélites pueden estar tranquilos porque no tendré que invertir muchos euros en adaptar mi armario al look del verano.

La segunda buena noticia es que en moda no basta con lucir el look, también hay que llevar el modo de vida que propone el estilo en cuestión. De esta manera, si te decides por un outfit náutico, lo ideal es poder ir al puerto, navegar en velero y fondear en una cala desierta. Algo al alcance de no muchos, menos aún si vives en Madrid. Sin embargo, el look girly te permite opciones más económicas y saludables.

El caso es que gracias a Chanel, solo pienso en que llegue el fin de semana para escapar a la sierra y poder estudiar las flores, pasear por el campo, montar en bici y merendar junto a un arroyo. Así que sin arruinarme en exclusivas prendas de las grandes firmas, este verano podré vivir como nadie el verdadero estilo campestre que propone la maison francesa. ¡Y encima me pondré en forma!

viernes, 7 de mayo de 2010

Los Monegros

Campo yermo, encinas, encinas, tierra roja, piedras, la Velvet en la radio, molino de viento, molino de viento, molino de viento, molino de viento, cien molinos de viento, asfalto, polígono industrial, Zaragoza, coches, obras en la autovía, atasco, calor, toro de Osborne, pueblo con castillo de piedra, tierra roja, campo sin labrar, campo sin labrar, carretera nacional, camiones, camiones, camiones, cielo azul, calor, audi adelantando a un camión, tierras secas, liebre, gasolinera, sol intenso, gafas de sol, tierra roja, monte rojo, pueblo fantasma, campo seco, polígono industrial, polígono industrial, granja maloliente, campo, campo, Lérida.

miércoles, 5 de mayo de 2010

La chimenea

El fuego naranja, amarillo y azul devoraba los tres troncos de roble. Bailaba sobre la madera enfurecido, enmarañado y rabioso. Centelleaba dentro de la chimenea, como demostrando que si no fuera por las tres paredes de piedra que lo encerraban, saldría para engullir el salón, la casa, el pueblo, el campo. Las llamas chispeaban rápidas y nerviosas. Eran transparentes y suaves, no parecían peligrosas.

El gato negro las miraba hipnotizado. Sentado sobre sus patas traseras, atento y concentrado, seguía el baile de las llamas que se reflejaban en sus enormes ojos amarillos. Cada vez que una pavesa saltaba fuera de la chimenea, el gato la cazaba como si fuera una mosca. Se abalanzaba sobre ella y la olía, hasta que estornudaba. Entonces volvía a sentarse, a esperar a que saltara otra. Y así podían pasar las horas.

Con el fuego rojo dentro y el gato negro fuera, la chimenea parecía la boca del mismísimo infierno. Y sin embargo, no había nada más agradable en el mundo que sentarse en el sillón a mirar al gato mirar la chimenea. Con un poco de suerte, en algún momento se aburriría de oler trocitos de ceniza y se subiría para acurrucarse. Y así poder observar directamente el fuego naranja, amarillo y azul devorando los tres troncos de roble.

martes, 4 de mayo de 2010

El peaje

Tomamos la autopista A-20 hacia Limoges. A. recoge el ticket del peaje y me lo da. Con el papelito en la mano, pienso en lo que pasaría si se perdiera. No podríamos pagar el importe al dejar la carretera y la barrera roja no se abriría. Ningún trabajador podría ayudarnos porque ahora todos los puestos son automáticos, los otros coches pitarían enfadados y nosotros permanecíamos atrapados en esa autopista del sur de Francia para siempre. Está claro que perder ese trozo de papel sería el fin del mundo.

Así que mientras A. conduce tranquilo, yo intento encontrar el mejor lugar para guardarlo. Todos los compartimentos me parecen peligrosos. La guantera está llena de papeles y tardaríamos siglos en recuperarlo. Y en mi bolso el caos es aún mayor. Por fin doy con el sitio perfecto: el quitasol. Bajo la pestaña del espejo que hay dentro, es imposible que se pierda. Lo dejo allí, contenta por ser una copiloto tan aplicada, y aprovecho para pintarme los labios.

Cincuenta y siete kilómetros más tarde, un letrero anuncia el fin de la autopista. “Dame el ticket”, dice A. Orgullosa, abro el quitasol y a continuación la pestaña. No está. El ticket ha desaparecido. Veo mi cara de pánico reflejada en el espejo. “No está. Lo he guardado aquí, pero ahora no lo encuentro”, digo confundida y aterrada, mientras imagino a los gendarmes al encontrar nuestros esqueletos dentro de veinte años.

Después de una escena de caos, con el coche parado en el arcén y buscando por todos los rincones, el ticket sigue sin aparecer. Avanzamos hacia los puestos de peaje. Por suerte, en uno de ellos hay un ser humano. Después de explicar que hemos perdido el ticket, nos dejan pasar. Eso sí, previo pago del recorrido completo de la autopista. Lo que supone el triple de lo previsto.

Oh, la libertad, qué felicidad. Pero la cara de A. no parece muy alegre. Seguramente él hubiera preferido vagar toda la eternidad entre coches y camiones antes que pagar un euro más. Por lo visto soy una copiloto malísima e irresponsable. El pequeño compartimento que hay debajo de la radio, a salvo de peligros externos, era el lugar perfecto para guardar el ticket, y no el quitasol. “¿Cómo se te ocurre guardarlo ahí?”.

Estoy tan disgustada que incluso lloro un poco. Y lo peor de todo es que dos horas después, cuando me voy a pintar los labios de nuevo, abro la pestaña del espejo y… ¡ahí está! En el mismo sitio donde lo dejé. El maldito ticket se había colado entre el espejo y el cuero del quitasol y ahora ha vuelto a salir para reírse de mí. A. suspira, recoge el siguiente ticket, se lo guarda en el bolsillo y sigue conduciendo.

La cesta light

Repasó su lista de la compra de abril. Solo le faltaban por coger las barritas. Eligió unas con fibra, pasas y 75 calorías cada una. Las echó en la cesta y fue con decisión hacia las cajas para pagar. Mientras colocaba en la cinta mecánica las naranjas, los kiwis, los cereales integrales, los yogures desnatados, la lechuga, los tomates, la pechuga de pavo en lonchas, el queso light y las barritas, notó los ojos de la cajera mirándola con curiosidad.

Se trataba de la misma chica de la sombra verde, las pulseras doradas y el chicle de sandía que la semana pasada (y la anterior) le había cobrado dos flanes, nata para cocinar, bacon, un paquete de espaguetis y una bolsa de doritos. Su intención de ponerse a dieta (con la esperanza de perder 4 kilos en los siete primeros días y volver a sus espaguetis a la carbonara) era buena, pero ante aquella mirada acusadora fue imposible no avergonzarse. Seguramente Pulseras Doradas, con sus 47 kilos de peso y su metabolismo acelerado, no necesitara cuidar lo que comía, pero ella, como cada primavera, sí. Así que decidió pasar por una caja distinta la próxima vez que fuera al súper y continuó dejando alimentos insípidos sobre la cinta.

Cuando pagaba, se fijó en el chico que iba detrás de ella en la fila. No parecía que le sobraran kilos, pero también sacaba de su cesta yogures desnatados, fruta y barritas de cereales. Entonces dio con la solución para no tener que volver enfrentarse nunca más con ninguna otra Pulseras Doradas: encontrar un novio que hiciera la compra por ella.